Chocante, pero no soprprendente — los defensores de la dictadura militar siempre han usado la palabra “revolución” por sus connotaciones positivas, y no son los únicos que lo han hecho. De hecho, los libros de historia durante los 21 años del régimen siempre hablaban de la Revolución Democrática de 1964, y ha habido una resistencia de larga data en contra de esta cooptación lingüística de la palabra “revolución” por fuerzas políticas que claramente no tienen nada que ver con ningún tipo de cambio real.
En la misma línea, durante los febriles disturbios en Venezuela contra el gobierno de Nicolás Maduro, el régimen ha acusado a la oposición de “demonizar la revolución”. El meme ha alcanzado al resto de América Latina, y es bastante fácil encontrar denuncias de los reaccionarios anti-Maduro y cartas de amor a la “Revolución Bolivariana”. Es un viejo tema entre los gobiernos socialistas que han alcanzado el poder en el mundo. Cuba ha celebrado su “revolución” continua durante 50 años. La de Venezuela sigue llevándose a cabo desde 1998, y ya con sus dulces dieciséis años cumplidos, sigue siendo subversiva y antisistema.
Es comprensible que los defensores de regímenes claramente opresivos y explotadores quieran vestir a sus ídolos con ropas revolucionarias. Al fin y al cabo, el orden actual está vinculado a todos los problemas sociales que actualmente afectan a la sociedad, y las revoluciones sólo pueden significar la subversión y potencial resolución de estas cuestiones. Así, incluso conservadores obvios como Rômulo Bini Pereira encuentran conveniente etiquetar su forma preferida de gobierno como “revolucionaria”.
Para la izquierda estatista, sin embargo, es un mito fundacional. La izquierda era originalmente el partido del cambio, de la transformación, en contra de las cadenas del Antiguo Régimen. Los corporativistas y socialdemócratas que integran la izquierda estatista hoy en día mantienen ese sentimiento de rebeldía, pero lo enmarcan en una retórica pro-gobierno.
En Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT) ha gobernado el país durante 12 años, y sus partidarios de izquierda han tratado de difundir la narrativa de que han sido rebeldes y perseguidos todo el tiempo. Hace unos meses, políticos del PT condenados por corrupción lograron distorsionar tanto el relato de los hechos que prácticamente proclamaron ser presos políticos de sus aliados.
En Venezuela, incluso con el régimen acercándose a dos décadas de gobierno, los chavistas y sus secuaces siguen reclamando ser víctimas de una agenda antirevolucionaria. Y la izquierda estatista latinoamericano no escatima en sus intentos de minimizar la violencia sufrida por la población venezolana, respaldando la versión de que todo se trata de un movimiento orquestado por la élite en contra del progreso social.
Pero eso es una posición esquizofrénica. Regímenes de décadas de antigüedad no pueden ser revolucionarios. El gobierno venezolano (y lo mismo ocurre con muchos otros gobiernos de “izquierda” en América Latina) no es más que la misma vieja oligarquía con nuevas consignas.
La izquierda tiene que decidirse entre mantener su autoimagen rockera o aceptar su disposición a idolatrar el estado. O los izquierdistas se convierten en libertarios de pleno derecho dispuestos a cuestionar el poder de cualquier signo, o salen del armario para admitir ser amantes de la autoridad. No pueden pretender ser las dos cosas a la vez.
Los manifestantes venezolanos sin duda agradecerían a los estatistas revolucionarios que dejaran de justificar los gases lacrimógenos y balazos de goma con que los atacan.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.