Ni siquiera Dilma se cree esa mentira: apenas dos meses después, con su segundo período garantizado, anunció a Joaquim Levy como el nuevo Ministro de Economía. Levy es un director de Bradesco, uno de los bancos más grandes de Brasil, y trabajó en el FMI durante la década de 1990. El mismo FMI que según la publicidad electoral de Dilma reanudaría su control de la economía de Brasil si el también candidato Aecio Neves fuese elegido.
No contenta con eso, Dilma pondrá a Armando Monteiro a cargo del Ministerio de Desarrollo. Monteiro es un apellido fuerte entre los sindicatos de empleadores y las asociaciones empresariales. Presidió la Confederación Nacional de Industria (CNI) y la Federación de Industrias del Estado de Pernambuco (FIEPE). Durante su fallido intento por hacerse del gobierno del estado de Pernambuco en 2014, Monteiro se lamentó en varias ocasiones por la supuesta falta de una “política industrial” consistente en el estado.
Además de esos dos, Katia Abreu, ex miembro del partido conservador DEM, líder de la llamada bancada rural en el Senado y presidente de la Confederación Nacional de Agricultura, podría ser el nuevo nombre a cargo del Ministerio de Agricultura. Abreu fue parte de la oposición nominal durante el gobierno de Lula. Durante los años de Dilma se ha ido realineando gradualmente, interesándose inicialmente en dictar los términos de la nueva política portuaria, o sea, quería controlar las inversiones gubernamentales en los puertos marítimos, que por definición subvencionan las exportaciones agroindustriales.
El nombramiento de estos tres individuos como parte del gobierno de Dilma muestra la falta de escrúpulos del Partido de los Trabajadores (PT); lo preocupante de este gobierno no es que nos vaya a llevar por el camino de una especie de socialismo burocrático, tal como lo temen algunos críticos conservadores. Más bien, la razón por la que su falta de escrúpulos es preocupante es que el PT está perfectamente cómodo dentro de la estructura de poder del Estado y no tiene ninguna intención de romper el equilibrio de esa estructura. Al igual que el zar y la aristocracia rusa no permitieron la construcción de nuevas vías férreas en el imperio por temor a que una nueva distribución del poder económico pudiese socavar su poder político, los grupos que están tan incrustados en los engranajes del Estado como el PT no tienen ningún incentivo para hacer cambios radicales en una estructura política que les beneficia.
Joaquim Levy, Armando Monteiro y Katia Abreu chocan frontalmente con la ideología nominal del PT de Dilma – no sólo por sus partidarios, sino por su núcleo. Representan a los bancos, a la industria y la agroindustria. Sus intereses privados, simbióticos al Estado corporativo, son claramente contrarios a los de los “trabajadores” que el PT dice representar. Sin embargo, son individuos que no se oponen al proyecto más amplio del PT de preservar el poder a través del mantenimiento de la actual estructura social, de la perpetuación de la actual distribución del poder económico y, por tanto, la actual distribución del poder político en los mismos nodos. Por lo tanto, la presencia de líderes sectoriales en el gobierno como Armando Monteiro y Katia Abreu no causan sorpresa: es de esperarse que estén en el equipo de gobierno dados los incentivos estructurales.
El Estado, después de todo, es el patio de juego de los ricos. Puede que la retórica de puños alzados y los avisos de televisión teñidos de rojo den la impresión de que ha cambiado su naturaleza, pero el hecho es que siempre es la misma. Ser Bolivariano, caudillista, varguista o peronista no es más que la última moda marketinera en América Latina. Así como Hugo Chávez y Nicolás Maduro no son más que una continuación de la oligarquía venezolana, el PT de Lula y Dilma no es más que una continuación del sistema oligárquico brasileño.
Karl Marx observó que el Estado es una junta que administra los negocios de la burguesía, y en ese sentido el PT es una perfecta expresión del marxismo: sus 12 años de dominio de la política nacional se han caracterizado por una estrecha relación con la política corporativa “burguesa”. A pesar de la percepción general y las polarizaciones culturales en las últimas elecciones, no ha habido una ruptura; tal como lo declaró Raymundo Faoro, Brasil siempre ha tenido un “capitalismo de orientación política”, dirigido y redirigido según los deseos y percepciones del “estrato burocrático” que controla el Estado.
Sin embargo, hay un sentido en el que el PT sigue siendo claramente leninista: Su núcleo todavía se juzga a sí mismo como una vanguardia revolucionaria y confunde su éxito con el éxito nacional. Los militantes forman un campo de fuerza que defiende al partido de las críticas externas. Solo se consideran válidas las críticas internas. Según la ideología fundacional del PT, al igual que la de otros partidos leninistas, si a ellos les va bien, al país le va bien y la revolución está en camino. Tal vez sea cierto. Después de todo, no es que exista una brecha demasiado grande entre el capitalismo burocrático brasileño y la centralización burocrática al estilo soviético.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.